lunes, 4 de junio de 2007


Mi experiencia ¡Habitarte Patagonia!

.

.

ABRAZO PATAGÓNICO

.

En este día, la tarde es gris y cálida.

Son las últimas horas antes del reinado de la noche en este febrero del año dos mil seis.

Algo muy especial me ocurre, tal vez sea la nostalgia o la paz interior que hace que pueda apreciar todo mi entorno con objetividad y con serena calma.

Observo el patio de mi casa. Está tupido de plantas, además encerrado y enmarcado por grises paredones, pero parece palpitar en cada hoja y en cada ramillete florecido de las pequeñas especies de jardín. Blancos, celestes y amarillos, compiten en frescura con la floración de los frutales que crecen con renovados bríos luego de la poda.

No sé qué tiene el aire que levemente ondula las cortinas del ventanal abierto, pero me transmite ráfagas de tiempo vivido, de días y días todos muy lejanos y diferentes, años de luchas, de cambios y esperanzas.

Los recuerdos surgen desde el lecho de la memoria y desde cada célula de mi cuerpo. Emergen a borbotones y me llevan a otra historia que también es mía, pero que transcurre en otra época y en otro lugar.

Diciembre de 1977.- Río Cuarto- Pcia de Córdoba.-

-¡Qué linda piedra! ¿De qué es?-

-¡Es cuarzo! Mire, se notan los cristales...-

-En el lugar donde trabajo hay unas piedras mucho más vistosas. Algunas son verde- azuladas por el mineral que contienen que se llama fluorita.-

-¿Cómo se llama ese lugar?-

-Sierra Grande! Está en la Provincia de Río Negro.-

-¿Cuál es su trabajo? – pregunté ya abiertamente interesada.

Soy docente y mi cargo está en un paraje cercano a la localidad.- luego supe que era Arroyo de los Berros o Arroyo de la Ventana. Se trataba de Martha Romero que había ido a verme a mi negocio a pedido de una amiga común.

Camino a Sierra Grande.-

Éste y muchos otros pensamientos se agolpaban en mi pobre cabeza, que a pesar del cúmulo de ideas, preguntas y dudas, se mantenía fresca y atenta al manejo del automóvil. No me sentía cansada a pesar del largo recorrido y mi querido coche al que denominaba “Tristán”, un renault color azul, era dócil a mi mano y fiel en el rendimiento, todo iba bien.

Habíamos salido desde Río Cuarto, Córdoba, el día anterior. Descansamos por la noche en Lihuel Calel, supimos después que habíamos equivocado el camino y fueron muchos los kilómetros que hicimos de más.

Mi padre, Marcos, me acompañó en este viaje hacia un sueño, casi una aventura. Una marcha hacia donde me guiaba la esperanza, con el deseo de llegar a la tan imaginada y querida Patagonia, en donde intentaría comenzar de nuevo a los cuarenta y cinco años de edad. Empezar desde cero, teniendo en mi haber solamente las pertenencias que cabían en mi coche, nada más, todo el resto sería voluntad y coraje. ¡Toda una vida transcurrida y recién entonces pude llegar a esta tierra que presentía que era: ¡mi lugar!

Veníamos por ruta tres tomando la última curva, antes de llegar, cuando vimos un gran sector iluminado.- ¡Sierra Grande!- la emoción me impidió decir ni una palabra.

-Pero,...¿Por qué comentaban que era un pueblo chico? ¡Mire la extensión de barrios iluminados!- dijo mi padre con entusiasmo.

Claro, en ésa época estaban todas las viviendas ocupadas, en las F, las D, las D`, también las A, los Módulos y Deyco, que luego sería Barrio 25 de Mayo. Los vehículos circulaban a toda hora, también los Colectivos de la Empresa Benítez y era común que frente de algunos domicilios hubiera más de una unidad de la Empresa y otros vehículos particulares.

Nosotros teníamos una dirección del Barrio La Loma, éste y el pueblo eran algo diferentes de los Barrios de la Empresa Hi. Pa. S.A.M. Paramos en la estación de servicio de la entrada de la localidad, las calles vistas de cerca no confundían a nadie, eran las de un pueblo. De tierra, con muchas veredas inexistentes, yuyos por cualquier lado y piedras en abundancia. Mi padre comentó con alegría:

-¡Mire, hija!! A usted que le atraen las piedras, acá va a poder coleccionarlas y darse el gusto!-

Otra sorpresa fue que: ¡estábamos perdidos! Eso de denominar los domicilios por manzana y lote, nos llenaba de confusión. El pueblo y en especial La Loma, no tenían la iluminación que engalanaba a los otros barrios. Andábamos a tientas. Llegamos a un bar que luego nos enteramos se llamaba “El Zorzal Criollo” y mi padre se bajó para preguntar.

-Sigamos, hija. Es a media cuadra.-

Allí nos esperaba una familia que era de Río Cuarto, pero a la que no conocíamos, pero se habían encargado de conseguir una habitación para mí, gestión muy difícil de lograr por la gran demanda.

La alegría del encuentro, las presentaciones y los comentarios se llevaron buena parte de la noche. Luego de una sabrosa cena, el cansancio me vencía, había manejado prácticamente dos días seguidos, por el motivo ya mencionado de haber equivocado el camino. La ruta recién inaugurada, no estaba aún señalizada.

Observé el entorno, la luz escasa, las habitaciones pequeñas separadas por cortinas de tela y la construcción más que modesta me daban algo de temor, todo unido a lo desconocido, con gente y lugar extraños,... me parecía que en algún momento terminaría ese sueño no grato.

Mi padre durmió en el departamentito de esa familia que recordamos con agradecimiento, porque nos ofrecieron con gusto todo lo que poseían. Me acompañaron a lo que sería mi nuevo domicilio, yo ansiaba una cama suave, tibia y protectora.

Me guiaron con una lámpara porque no habían tenido tiempo de hacer una precaria instalación eléctrica, me informaron. Caminamos por una especie de patio- pasillo al que daban todos los mini- departamentos. La habitación que me estaba destinada, era chica, de piso de tierra y a la luz de la lámpara pude ver el techo de chapa y la sombra de un mastodonte que resultó ser una heladera comercial en desuso.

Cuando me metí en la cama, cuidando de no pisar en el suelo de tierra, y apagué la lámpara de tubo, que estaba sobre un cajón como improvisada mesa de luz, tuve una sensación para nada tranquilizante. Me parecía que la oscuridad me aplastaría con el peso de muchas toneladas.

Pensé: “Debe haber arañas y vaya saber cuántos bichos más”. Coloqué la valija, la ropa que me saqué, y los zapatos, todo sobre la cama. El baño tibio antes de la cena me había amodorrado, pero ahora no podía cerrar los ojos.

Cuando sentía que por fin me dormiría, escuchaba ruiditos, uñitas, algo que pasaba entre ollas, en la heladera o por ahí. Se aguzaban mis sentidos y levanté las sábanas para tapar hasta mi cabeza. Estaba segura que si algo de mí quedaba fuera de la envoltura que había apretado fuertemente, sería mordida por algún ser que deambulaba en la oscuridad.

Me desperté al día siguiente y seguía tan envuelta como cuando me había dormido, pero mi cuerpo experimentaba el cansancio provocado por la atención continua en la ruta y el coche. Sin moverme con la vista recorrí el lugar, que la luz del nuevo día mostraba despiadadamente.

Se había hecho un claro en medio del caos, para colocar la cama, nada más. Había bártulos apilados por todos lados. Sillas rotas, la heladera estaba llena de elementos viejos y averiados, había hasta una batería para música en medio de cajas, tarros y ollas. El sol entraba por los agujeros de los clavos en las chapas, parecían remienditos de cielo.

El baño era compartido y estaba en medio del pasillo de tierra. Toda una odisea. Me salvó mi padre que vino a buscarme para que me higienizara en el pequeño departamento y desayunara con ellos. El lugar era limpio, pero constaba de un espacio central que servía de: cocina- comedor- sala de estar, con puerta al patio y una ventana, únicas bocas de ventilación. Luego para un lado el baño y para el otro un dormitorio. Tres espacios en total.

Ahora intentaré resumir algunos pasos de lo que fue mi inserción en la comunidad de Sierra Grande.

Pinceladas

Localicé a la Sra. Chela de Gatica que me indicó dónde trabajaría. Fui a la casa del Sr. Carlos Olmedo en ese momento Director de la Escuela Nº 60 que funcionaba en Villa HIPASAM. Me informó que tenía Turno Mañana en una Suplencia de quince días. Cuando terminé esa suplencia quedé sin trabajo, recién llegada, sin nada hecho, con todo por hacer, pensé mucho en lo que me depararía ese futuro que no alcanzaba a vislumbrar. Tuve que esperar diez días hasta la próxima, fue muy difícil vencer la incertidumbre y el temor. De ahí en más no paré de trabajar hasta mi jubilación. Agradezco a Dios por tanta protección.

Mi padre esperó una semana, luego siguió viaje a Esquel para visitar a su hermano menor y desde allí a Río Cuarto.

Mientras estuvo mi padre, compartí algo reservadamente con todos los que alquilaban y los dueños de casa y de noche pernoctaba con las ratas, la heladera, la oscuridad y la tierra. Juzgué que era imposible asear el lugar sin revolucionar a todos. Preferí esperar la ausencia de mi padre.

El destartalado “baño- letrina”, dio lugar a disparatadas anécdotas. Ya me habían prevenido que el dueño de casa era sordo como una tapia y que prefería este baño del patio, al baño que tenían en la casa principal. Cuando alguien estaba adentro, era inútil que gritara ¡“ocupado”!, porque “El Emilio” empujaba con toda la fuerza de su cuerpo robusto y voluminoso. Luego se disculpaba, pero ya no era lo mismo.

Apenas se marchó mi padre, decidí mudarme a la vuelta, al lugar que hoy ocupo. Me alquilaban una habitación donde antes había estado un zapatero. Era independiente de las dos habitaciones que ocupaba la familia de Armando Cárdenas. El lugar estaba limpio, tenía contrapiso, todo en buen estado, con una puerta y una ventana que daban al terreno. Primero alquilé y luego más adelante pude comprar.

Venía de haber estado en una cómoda posición económica, y solamente sabía vivir sin dificultades ni carencias. Aquí tuve que adaptarme a sacar agua de una cisterna. Preparé un tarrito con una manija de alambre y un cable largo. Lo demás era adquirir práctica y no poca.

El baño era una letrina, quedaba hacia el frente del terreno para el lado de la calle ocho. Estando dentro de él se podía ver por entre las chapas cómo bajaban los colectivos, coches y personas, por calle ocho desde la subida a Deyco. Por esa especial cualidad recibió el nombre de “El Mirador”

Un día pasé un susto grande, porque un micro de larga distancia parecía venir directo hacia el precario baño, pero pasó al lado para parar en el terreno que pertenecía y pertenece a Linares. No había paredones y los lotes se unían.

En esa época abundaban las arañas, eran de las bien alimentadas y de especies de tamaño grande. Solían aparecer detrás de cualquier toalla o repasador colgado, en las frazadas, cortinas o por cualquier parte. Me mantenían siempre alerta.

Otro tema de cuidado era la importante cantidad de perros, la mayoría de gran porte y mal carácter. Muchas veces debí quedarme en el baño y desde allí observar cuando quedara libre el camino, para correr hasta mi piecita, a la que también le había elegido nombre, era “El Sheraton”.

En otras ocasiones me introducía de apuro, por temor a algún perro dentro de mi coche que, como fiel cabalgadura, estaba siempre frente de la puerta de entrada, la única que había. No había paredones, algunos autos y peatones pasaban por entre “El Mirador” y mi piecita.

Los primeros negocios del barrio que recuerdo eran: en la esquina de calles 8 y 21, “El Zorzal Criollo”. A media cuadra donde hoy está el Ropero Comunitario” había otro bar, pero no recuerdo cómo se llamaba. Por calle 21 estaba el Almacén y Despensa” La Franqueza” de Fortuño. Siempre por calle 21 pero frente de la Sra. Elby Valdés, estaba la Carnicería “El Monito” de Eugenio Duarte. Por calle 10 frente de la familia de Tolosa, estaba “El Chacarero” un autoservicio.

Por Avenida Novillo, pero ya en La Loma, estaba la “Tienda Trevelín”. La dueña me vendió una mesa grande que estaba a la intemperie en el patio. Me costó $1. Todavía la tengo, es mi mesa de comedor. Para mi es un lujo porque le tengo cariño.

Lavaba la ropa en un fuentón, a veces con las manos azules de frío pero a la vista de todos en medio del terreno. En ese mismo fuentón me bañaba.

Mi primer asiento en mi habitación fue un bloque. Cocinaba utilizando un calentador a querosene. Hice yo misma mi primera alacena con cajones de verdura. Mi primer placard fue: la ropa colgada en el porta- equipaje de mi coche y envuelto con un plástico.

El viento era constante. El clima era más duro que ahora. La oscuridad en La Loma era algo consistente, denso e impenetrable. Había en el lote de Linares unos añosos eucaliptus que se mecían crujientes cuando eran sacudidos por los fuertes vientos y de vez en cuando me paralizaba de temor el ruido de alguna pesada rama que se desprendía y que en más de una ocasión hacían que saliera de la habitación para comprobar que nada grave pasaría.

Veía pasar a muchas mujeres del barrio, que eran vecinas, con las ropas típicas de Bolivia. También a los mineros con sus capas, botas y cascos, todo me llamaba la atención. Aprendí a reconocer el ronronear del colectivo en cada parada donde subían los obreros.

No fue fácil, nada fue regalado, todo lo contrario, siempre insumió mucho esfuerzo. Pero lo más duro fue haber venido sola, fueron muchos años lejos de mi familia. Sin tener el apoyo de su cariño y de su lealtad, pero sabía que lo que hacía era para mi hijo. Que cualquier mejora que lograba en la vivienda era para esperar que ellos vinieran y tuvieran alguna comodidad más. No tenía a nadie más que a mi hijo y mis padres, pero ¡estaban tan lejos!

Las despedidas cuando venían a visitarme eran dolorosas. Partía el coche de mi padre y yo los seguía por la ruta con mi Tristán, pero no paraba de llorar. Hasta que se detenía el coche de ellos, bajaba mi hijo, pequeño en esa época, corriendo y llorando para abrazarse a mí. Pero yo debía dejarlo ir. Nada tenía para ofrecerle, solo necesidades y limitaciones. Cuando continuaban la marcha yo los seguía por un largo trecho. Tardaba horas en reaccionar y aceptar. Sola, en mi coche, al lado del camino, hasta fortalecerme nuevamente y regresar.

Al llegar, yo traía dos recomendaciones, que podrían haberme ubicado favorablemente tanto en el orden laboral como de vivienda,... pero no quise presentarlas ni valerme de ellas. Decidí no ahorrarme nada y no me arrepiento. Descubrí otra vida, otra persona en mí que no conocía. Le dí valor a la lucha, al valerme por mí misma. Fue una lección de humildad y reconocí que todo lo cómodo que había vivido antes no lo había ganado, se me había otorgado sin que mediara ningún mérito de mi parte.

Hoy como ayer, sé que amo profundamente a esta tierra noble, a esta comunidad que me recibió y a la que me brindé generosamente. A esta Sierra Grande a la que le he cantado con mis voces interiores, con mis actos y con mis palabras, como hace mucho tiempo le repito que:

“por eso quiero pertenecerte toda / dormir para siempre bajo tu suelo / y ser mañana jarilla o piedra / o tal vez una estrella que te mire, pueblo.”

.........................................................

Ada Ortiz Ochoa (Negrita) – Sierra Grande- Río Negro- Patagonia Argentina.-

No hay comentarios:

Seguidores